Las calles conquenses son ahora testigos de una nueva alegría, a estas alturas el viajero se preguntará si ha despertado en Emaús, en Jerusalén, quizás en Tabga. No, la realidad le hará retornar a las callejas conquenses y a despertar de un sueño que durante una semana le transportó a sentir tangible lo sucedido hace más de dos mil años.
Cuenca inicia su celebración con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, con la procesión del Hosanna. Se une el acto litúrgico de la Bendición de las Palmas, representando la entrada del Nazareno en Jerusalén para dar origen a su Pasión.
El transeúnte se habrá sentido transportado a la Edad Media, contemplando el desfile penitencial de la Vera Cruz, atendiendo en cualquier esquina al sermón de las Siete Palabras, escuchando los salmos gregorianos que acompañan al cortejo mientras los velones iluminan la noche. Es el único momento en el que el hecho cronológico no se mantiene.
El desfile nos iniciará en la vida pública de Jesús, transformando el Júcar en Jordán para que sus márgenes sirvan de preludio al Evangelio: se iniciará con El Bautismo para, como todos los cortejos conquenses, concluir con una talla de la Madre que hoy todavía es Esperanza.
La procesión nos trasladará desde el Cenáculo a Getsemaní, dejando desamparado al reo cuando entrada la noche y, nuevamente en Monte Sión, sea introducido en Casa de Caifás. Nos habrá dado mientras tanto tiempo para oír cantar al gallo. Ella ya es Amargura.
Sentiremos la presencia de Poncio Pilato. Contemplaremos el deambular del sentenciado por el interior de la Fortaleza Antonia. Seremos testigos de su constante degradación. Podremos percibir que el fin se acerca. Descubriremos la Cruz y la Vía Dolorosa. Nos conmoverá verla avanzar; es Soledad.
La madrugada del Viernes nos sorprenderá todavía en la Vía Dolorosa. Sentimos la metamorfosis de la muchedumbre, que la noche tornó en turba que se mofa del Rey de los Judíos. Camino del Calvario, inseparable ya de la Cruz, ni Juan encuentra ya a María en su irremediable Soledad.
Avanza el Viernes y en nuestro periplo nos encontramos en El Calvario. La Cruz pasa de ser soportada a transformarse en puntal. El Nazareno se transformará en Cristo. Seremos sigilosos notarios de su agonía, de su expiración, del dolor de la Madre que con su Hijo en el regazo se convierte en Angustias.
Cuando la oscuridad invada de nuevo la Ciudad, la bulla de la madrugada se habrá tornado en mutismo total. Propios y extraños estaremos absortos acompañando el Santo Entierro, siendo compañía de Soledad y escolta del Yacente en el trayecto desde el Gólgota hasta el Santo Sepulcro.
Cuenca, huérfana de Luz, que desnudó la Cruz y convirtió sus templos en Sepulcro, a las siete de la tarde volverá a echarse a la calle para acompañar a la Madre en su camino de ausencia y de luto. Nuestra Señora de los Dolores, acompañada por María Magdalena, María Salomé y la ciudad entera, partirá desde San Esteban hasta la Plaza Mayor.
Las calles conquenses son ahora testigos de una nueva alegría, a estas alturas el viajero se preguntará si ha despertado en Emaús, en Jerusalén, quizás en Tabga. No, la realidad le hará retornar a las callejas conquenses y a despertar de un sueño que durante una semana le transportó a sentir tangible lo sucedido hace más de dos mil años.
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