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Una Semana Santa de Interés Turístico Internacional en una ciudad Patrimonio de la Humanidad

La ciudad de Cuenca ha sido calificada desde antiguo con diferentes títulos según acontecimientos ocurridos, sobre todo soportados, en algunos tiempos concretos de su historia. Muy Noble, Muy Leal, Fidelísima, Heroica e incluso Impertérrita, son apelativos, otorgados con justa razón, que definen el particular modo de ser de los conquenses: leales sin caer en la adulación, generosos aunque exigentes del respeto que merecen los que dan sin pedir nada a cambio, incapaces de torcer su decisión si la consideran de justicia... en resumen una imagen común a la de tantas pequeñas sociedades castellanas que conviven pacíficamente usando de la experiencia y del prudente actuar aprendidos durante un secular transcurrir común, a veces difícil y oscuro; otras, brillante y participativo.

Pero además la ciudad de Cuenca ha recibido en el último siglo pasado, prácticamente anteayer, dos calificativos que le hacen sobresalir, de algún modo, entre todos los pueblos del estado. La primera y más nueva de esas denominaciones ha sido la de Patrimonio de la Humanidad. La segunda, anterior en el tiempo unos cuantos lustros sólo, que fue la designación, en España, de su Semana Santa como de Interés Turístico Internacional, está referida a un hecho puntual, que, año tras año, convierte a la ciudad en el escenario de su más íntima y compleja memoria ancestral con la representación de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Cualquier calle de Cuenca, durante esos días, es vía nazarena. Basta con ver cómo inundan las túnicas los barrios de la ciudad, todas las arterias de la ciudad, durante las grandes tardes del Martes, Miércoles y Jueves Santo, o la mañana de gran día de la Pasión; cómo los madrugadores callejones cercanos al Salvador gotean capuces verdes, morados y negros antes de salir el sol del Viernes Santo; como juegan con el sol matutino, por toda la ciudad, los blancos hábitos que desfilan en ambos domingos; cómo disfruta el Puente de San Pablo con las sombras revestidas de negro que andan sobre sus maderas gozando con el viento de la sierra, cuando la tarde se desploma por la hoz de Huécar, en Lunes o en Viernes Santo.

Todo es sentido, dirección, rumbo, hacia una procesión concreta: la de cada día.
Todo es un único camino, que cuando se conoce, regala al visitante una feliz experiencia, aunque para gozarla necesite más tiempo del usado por el turista acelerado que aparece por aquí la noche del Jueves Santo atraído por el rumor, mal entendido, mal extendido, sobre nuestra costumbre de la Turba Judía.

Interesa, entonces, a todo el que quiera conocernos, llegar por aquí, al menos de vez en cuando y dentro de sus posibles, tranquilamente, el Viernes de Dolores para conocer el cariño del pueblo conquense a la Madre de las Angustias en su Ermita de Suso, y para disfrutar del pregón que sobre nuestra celebración hace cada año alguno de nosotros, con todo nuestro sentimiento a cuestas, en la Iglesia de San Miguel, siempre abierta durante todo el acto para vecinos y forasteros.

Durante el día siguiente, sábado antes del Domingo de Ramos, el visitante, mientras reconoce nuestra vía dolorosa por primera vez, puede disfrutar con las puestas de andas, que, sobre todo por la tarde, llenan nuestras iglesias de buen humor y bromas, mientras se limpian varales, colocan pasos, o simplemente, se recuerdan viejas anécdotas.

...Y por fin llega el Domingo de Ramos...

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